Su abuelo, quien regentaba el videoclub del barrio desde hacía más de tres décadas, había fallecido. Durante años, aquel local había sido el refugio de muchos amantes del cine, un lugar donde aquellos nostálgicos podían realizar un recorrido por sus estanterías y disfrutar de los títulos.

Ahora, sin su presencia, el negocio se encontraba en una encrucijada. Aunque su madre sintiera cariño por el local, no tenía intención de continuar con el legado familiar. Nunca había compartido la misma pasión por el séptimo arte, además tenía otras prioridades en la vida. Fue entonces cuando comenzó a insistirle a Mayte para que comprase la tienda.

一Tú siempre has amado este sitio.一le dijo una tarde mientras estaban sentados en la cocina de aquella pequeña casa con una taza de té entre sus manos一No quiero que termine convirtiéndose en una franquicia de comida rápida.

Al principio la idea le pareció descabellada ¿un videoclub cuando las plataformas estaban en su punto más álgido?

Algo dentro de ella le decía que aquel local era más que un negocio. Aquella voz le hablaba desde los recuerdos de la infancia. Era parte de su historia y sobre todo de la historia de su abuelo.

La muchacha metió las llaves en su mochila y comenzó su andadura por una de las calles más comerciales del barrio. Después de 10 minutos andando por fin se posó ante aquel edificio. Ahí estaban, esas letras rojas que habían sido corroídas por el tiempo: «Videoclub Hitchcock»

Por lo que Mayte sabía, su abuelo le había puesto ese nombre por un director famoso. Según su página de Wikipedia, Hitchcock había sido un maestro del suspense, un hombre que sin duda mantenía al público al filo del asiento. De repente la imagen de su abuelo le vino a la mente: «Recuerda, Maytechu, un buen misterio vale más que mil respuestas». Era el único que utilizaba ese apodo cariñoso. Todas y cada una de esas frases que a veces soltaba guardaban un sitio especial en su mente. Podían servir no solo para hacer películas, también para la vida diaria.

Con ese recuerdo agridulce, respiró hondo antes de meter la llave en la cerradura. Con un leve chirrido la puerta cerró. Un aroma a polvo y plástico saludó a sus fosas nasales. Dejó la mochila sobre el mostrador y recorrió el espacio con la mirada. Aquel lugar le resultaba familiar y a la vez, algo extraño.

El lugar estaba iluminado apenas por la luz que atravesaba aquellos ventanales conquistados por el polvo. Cada una de las estanterías estaban cubiertas por cintas de VHS con títulos como Starcrash, Choque de galaxias y otros títulos de serie B y Z.

Se podían ver las motas que había dejado el tiempo en algunos de los carteles de la pared. Lo único que soportaba los posters de la pared era una cinta algo desgastada. Se paseó por los pasillos tocando las fundas de aquellos VHS.

Nada más llegar al final de la tienda vio la cortina. Aquella que de pequeña le daba curiosidad y la perturbaba de la misma forma. Había visto muchas veces entrar a su abuelo y a otros hombres, pero no sabía que había más allá de aquel umbral.

Toqueteó la cortinilla indecisa. La tela, ajada por el tiempo, colgaba pesadamente ocultando el más allá. Su abuelo nunca le había permitido cruzarla, le decía siempre que eso era para mayores.

Ahora, ya adulta, tenía el poder y las llaves de aquel local. Nadie le impedía descorrer esa tela.

Inspiró hondo y apartó la cortina de su camino. El aire en aquella pequeña zona estaba cargado con un aroma a papel viejo, cinta magnética y sudor compacto.

Aquellas estanterías habían cambiado de temática, ahora era cine de adultos. Recorrió las estanterías con la vista. La pantalla frente a esas estanterías tenía un color gris mortecino, decadente.

De repente sus pies chocaron con algo. Una caja de cartón cayó con un estruendoso ruido. De repente vio un instrumento pequeño. Una pequeña pero elaborada cámara estaba en el suelo. Se hallaban a su lado dos placas desgastadas. En una de ellas reconocía a su abuelo junto a un hombre mucho más curtido por la edad. El hombre lleva un sombrero fedora en color caqui, a juego con su traje.

Había algo en esa placa que no le encajaba. Tanto los ojos de su abuelo como los de su acompañante estaban ensombrecidos por la tristeza. Mayte observó la cámara intentando descifrar qué la hacía especial pero no encontró respuesta alguna:

«No entiendo, normalmente las fotos muestran expresiones forzadas como si el mundo tuviera que ocultar su verdadera identidad.»

Una segunda placa apareció. En ella una persona parecida a su madre tenía una expresión incómoda.

¿Por qué aquella foto estaba en el videoclub? La modelo tenía la misma edad que ella en el momento actual pero también un rostro ensombrecido.

No sabía en qué momento se había tomado esa foto. El lugar estaba borroso, no como el rostro de ella. En ese momento se encontraba contrariada: una parte de ella quería saber la historia detrás de aquella foto, pero su parte más racional le decía que no había que despertar a los fantasmas del pasado.

Pero aún seguía rondando en su cabeza la pregunta sobre la cámara ¿Qué la hacía tan especial? ¿Por qué sus modelos eran libros abiertos y mostraban sentimientos? Incluso las personas de las dos placas que tenía en las manos parecían querer mostrarle sus oscuros pensamientos.

Inspeccionó la cámara, encontrando algún resquicio que pudiese darle una respuesta a todas las dudas que el traspaso de aquella cortina le había originado. A simple vista parecía algo normal pero hubo algo que era diferente.

El diminuto diafragma. Había tenido cámaras en sus manos aunque no era muy experta pero nunca había visto algo tan pequeño.

Aquel diafragma tenía una inscripción: f/7. Buscó en Google pero no había absolutamente nada.

Después de estar mirando segundos a la pantalla, volvió al lugar dónde había encontrado aquella cámara por si había alguna pista más. Recogió la caja del suelo, antes de colocarla en el sitio en el que estaba metió los dedos notando el tacto de una diminuta nota algo abarquillada. La desenvolvió y observó la caligrafía firme de su abuelo:

«Algunas cámaras no solamente muestran una imagen, revelan verdades.»

Mayte levantó la cámara una vez más, quién sabe si sería la última. La sostuvo pegada a su rostro como si esperara que pasara algo pero no ocurrió nada.

De repente, justo antes de dejarla, creyó ver el rostro de su madre, con esa misma mirada incómoda reflejada en la lente.

Pero no, estaba ella sola.

Cerró la caja con cuidado, aún no sabía qué destino tendría aquel videoclub, ni los secretos que tenían sus estanterías.

No quería dejarlo morir, al menos no por ahora.